Leiva se confiesa: del caballo desbocado al artista vulnerable que lucha contra la hipocondría y la ansiedad
El músico madrileño alcanza su madurez creativa y personal con el disco Gigante, cuya gira de treinta conciertos recorre España tras abarrotar el Icónica Santalucía Sevilla Fest.

Madrid--Actualizado a
José Miguel Conejo (Madrid, 1980) no solo es capaz de callar a 17.000 personas, sino también de cegar otros tantos móviles en la época, no distópica sino actual y nada halagüeña, del ojo omnipresente. Un Vis a vis a oscuras, apenas visibles una guitarra acústica, su voz y dos latigazos de luz que proyectan desde el escenario sendos focos.
La canción pertenece al debut en solitario de Leiva, Diciembre, publicado doce años después de fundar Pereza y nada más separarse de Rubén Pozo, justo cuando el grupo de la Alameda de Osuna estaba en lo más alto. Cinco discos de estudio más tarde, presenta en directo Gigante, donde se confiesa a sí mismo, pastor y oveja.
"Todo el mundo sabe que soy tuerto, / que desnudo parece un insecto / y vestido, un señor", canta en Ángulo muerto. El día que perdió el ojo izquierdo, a causa de un perdigonazo, lo describe con detalle en una entrevista a Fernando Navarro, quien lo acompañó durante la grabación del disco en Sonic Ranch, un estudio perdido en la ciudad fronteriza de El Paso.
Leiva y la ansiedad
Prudente con la prensa y acostumbrado a desgranar su vida a través de sus canciones y no en las redes sociales, en el reportaje publicado en El País se abre en canal y detalla los fantasmas y demonios que planean sobre las canciones de Gigante: una mala racha en 2013 invocó la ansiedad, traducida en ataques de pánico.
"Los médicos lo llaman despersonalización o desrealización. Es como si me saliera de mí y me quedo con la sensación de que me voy a desmayar todo el tiempo. Pasa de cero a cien y no puedes hacer nada", le revela al periodista Leiva, quien acudió a terapia e, insomne, se enganchó a los ansiolíticos. Gracias a su expareja Macarena García, “mi ángel de la guarda”, logró quitarse y superar el bache.
Sin embargo, la sombra del bicho —alimentado por sus inseguridades— todavía lo acecha. No le gusta su voz, que tiene "los días contados" por culpa de una cuerda vocal maltrecha, canta en Gigante, de ahí que quiera reivindicarse como letrista para compensar las hipotéticas limitaciones al micrófono —como su amigo Joaquín Sabina—, sin dejar de facturar melodías adictivas.
Las hay en este álbum, que presentó en dos noches toledanas y el pasado sábado en el Icónica Santalucía Sevilla Fest, acompañado de su banda y secundado al micrófono por su hermano Juancho, el líder de Sidecars que aquí ejerce de guitarrista. A los vientos, Tuli, de Alamedadosoulna, y a los teclados, César Pop, antes enrolado en Pereza y Le Punk.
Bandas alumbradas en el barrio que vio crecer a Leiva, el llamado Seattle madrileño, y entre las que también se cuentan Buenas Noches Rose, donde militó como guitarrista Rubén Pozo. Allí también fue rebautizado el niño José Miguel cuando un entrenador lo convocó a un all star de futbolistas locales, a quienes apodó uno por uno.
"A mí me tocó Leivinha, por el crack brasileño que jugó en el Atlético de Madrid a finales de los setenta. Con los años me quedé en Leiva. A día de hoy, solo ellos me siguen diciendo Leivinha", escribe el músico, colchonero confeso, en la revista Líbero. No extraña que en su último disco haya dedicado una canción a su hábitat natural, titulada Barrio.
Leiva, un 'Gigante' de gira
Leiva no se olvida de sus comienzos, por ello en la plaza de España de Sevilla recuerda con cariño sus inicios en el Fun Club, la histórica sala hispalense donde tocaba con Pereza hace más de veinte años. Ahora, en plena madurez artística y personal, reconoce el silencio durante la interpretación de Vis a vis, "gracias por el respeto" y por que el público pague por verlo, algo que "nunca normalizamos".
Comienza con Bajo presión y alterna, en un repertorio de 22 canciones, cortes de Gigante, clásicos previos y tres guiños nostálgicos de Pereza. Sin embargo, los temas de su último disco no suponen un prolegómeno a sus éxitos, pues ya han sido asimilados por su público y no suponen un peaje a los brazos en alto, los botes y los coros al unísono.
Una masa heterogénea, de ahí que sume más espectadores en el recinto sevillano que los que congregó Robe Iniesta el año pasado —el creador, huelga la mayúscula, de Extremoduro también llenó, pero con más gradas y menos foso—, quien suma su voz en Caída libre, que habla de un amigo deprimido como podría haberlo hecho de sí mismo, acosado por la ansiedad.
Tan bella, tan Robe, acompaña a otras piezas con ecos de Sabina, de Fito Paéz, de la Velvet o de los Beatles —remata la perezosa Como lo tienes tú con Hey Jude—, él tan stoniano, o al menos tan argentiniano, pues desde sus inicios Leiva supo captar la esencia del rock argentino, sin apenas traducción en España más allá de las bandas del exilio porteño.
Leiva: madurez y Pereza
Durante casi dos horas, la banda, engrasadísima, borda el directo y la ciudad, de repente, huele demasiado a Leiva, quien ha sabido llevar a las tablas un disco grabado a la antigua en un estudio de Texas con trazas de templo analógico. Una producción cuidada y un proceso rústico que, por humano y mortal, puede evidenciar los errores, como la vida misma, donde lo digital parece que corrige los desórdenes musicales, al igual que los ansiolíticos amortiguan los vitales.
Porque en Gigante Leiva habla consigo mismo sobre sus padecimientos, del consumo de Orfidal a su relación con el alcohol, una suerte de autoterapia en tiempos de visibilización de la salud mental. "Maniaco, inestable, obsesivo y currante. / Híper aprensivo, ensimismado y leal. / Unas veces me doy tregua, la mayoría no hay chance", entona en Leivinha, donde hace referencia a los "diez vinos de más" con los que —en la canción— sube al escenario.
Ese outing sincero muestra a un artista introspectivo y con madera que no teme bajar al sótano de su alma para hablar de sí mismo, una estrella vulnerable que no quebradiza, un junco inseguro y —quizás también por ello— perfeccionista, con hipocondría y un puñado de manías que intenta domar a diario, casi aplacadas pero todavía presentes, recuerdo de un caballo emocional desbocado.
"Ya no hay dragón ni adrenalina, / ni autoboicot a tu autoestima. / Llevan razón, / tú no funcionas bajo presión", reconoce en el disco, donde afronta una "reconstrucción de esquina a esquina".
"No sabes si eres real ni lo sabrás. / Nadie te va a conocer jamás", canta, con el Trankimazin a mano, en Cortar por la línea de puntos.
"Estoy perdiendo peso. / Voy equilibrando, aunque la angustia crece. / Estoy sufriendo 24/7. / No lo termino de encontrar, / nunca hay contrapeso", atesta en El polvo de los días raros.
"No me parezco en nada a lo que pensáis. / Soy un reflejo demasiado vulgar", centelleo humano de una anti rock star en Cometas y estrellas.
Salud mental, pero también amor, otra marca de la casa, en Ángulo muerto: "Le sacaba catorce en realidad. / El camión me pasó por encima. [...] / Esa chica me quiso de verdad. / Me birló el corazón enseguida". También en las "barreras" y "cadenas" propias que pueden hacerle daño a ella de Ácido.
Traje blanco, camisa negra, dandi bohemio eternamente tocado por un fedora, Leiva —muso de la diseñadora de moda uruguaya Gabriela Hearst— no duda en mostrarse vacilante: "La exposición me perturba / y entro en pánico antes de salir a tocar. / Nunca me sentí a la altura / de esos focos deslumbrantes", admite en Leivinha.
"Nadie sale vivo de lo público, es imposible llevar esto de una manera razonablemente sana", le cuenta a Sara Polo en El Mundo. "Los privilegios no tienen nada que ver con las inseguridades", añade. "Yo soy un saco de complejos y los voy gestionando como puedo". Aterrado por defraudar artísticamente a los demás, Leiva ha evitado el barranco y burlado los cantos de sirenas.
Hoy luce sanote. Retiros en su casa de campo y carreras mañaneras, como la de este sábado en Sevilla a la hora en que vegetan los resacosos. La gente le para, él atiende a los fans, muchos llegados de fuera para verlo, aunque tendrán más oportunidades de aquí al invierno: treinta conciertos en España, con saltos a Argentina y México.
Apenas ha dormido y todavía se sigue poniendo nervioso antes de un concierto, le comenta al respetable. Leiva es cercano y cálido. Un profesional en todos los sentidos —Paco Attraction, su mánager, lo exime de una entrevista a Público comenzada la gira: hasta el cuello de curro y pendiente de retoques del repertorio—. Insultantemente joven, sus 45 años parecen pocos, porque lleva ahí toda una vida, tras desperezarse en bandas seminales y triunfar en la veintena junto a Rubén Pozo.
Mucho oficio, que le ha permitido pulir a conciencia sus letras. Acaba de ganar dos premios de la Academia de la Música de España a la mejor canción rock y al mejor videoclip por Gigante, un disco a la altura del artista que se sacudió hace tiempo el sambenito de la etapa de Princesas.
Con Pereza, le dice a Fernando Navarro, los críticos "nos denostaban diciendo que nuestros conciertos estaban llenos de chicas", una "estupidez de argumento" a cargo del "integrismo rock". Sin embargo, "Rubén y yo entendimos rápidamente que nuestro camino se parecía más al de Los Rodríguez que al de Los Enemigos".
En Leiva. Toquemos juntos hasta que la muerte nos joda (Martínez Roca), la fotógrafa Wilma Lorenzo relata que durante la gira de Monstruos él es el único que no cena, apenas unos tragos de tequila e infusiones de tomillo, "milagroso para la garganta", que diría Josele Santiago. En El País, comenta que debe controlar la botella de vino que bebe a diario.
En el citado libro, que documenta bolos en 87 ciudades de seis países, Wilma Lorenzo acierta en el retrato del "sentimiento de banda de instituto que tenemos", como describe a Leiband el músico madrileño, quien confiesa que le intimidan las fotos, aunque ella "ha lidiado con un tarado huidizo y a la vez ha sacado al tipo que más se parece a mí".
El público del Icónica Santalucía Sevilla Fest capta al Leiva de puertas afuera. De las anécdotas e intimidades entre bambalinas da cuenta la fotógrafa, quien antes del concierto en el Palacio de Congresos de Granada —el primero de la gira Monstruos, en octubre de 2016— se acerca a la prueba de sonido y, tiempo después, describe aquella primera impresión.
"Hoy sé que en realidad estaba nervioso. Extremadamente serio, recorría lentamente con la mirada cada esquina del escenario. Su cabeza parecía ir a toda velocidad. Transmitía seguridad. Leiva es una de esas personas que cuando dice que algo está bien, el resto se relaja con la tranquilidad de que es así. Y viceversa. Su templanza convive con el perfeccionismo y se pelea con la inquietud de buscar siempre algo que mejorar. Cuando vi cómo cada miembro de la banda le miraba buscando en él esa afirmación visual, entendí que aquello funcionaba".
Tras el bolo del día siguiente en Córdoba, todo iba rodado, aunque Leiva, "un tipo flaco con sombrero que se dobla hasta rozar el suelo y apunta al público con su guitarra", como lo describe Wilma Lorenzo, "pensaba de más, buscaba los peros". Nueve años después, la profecía del batería José Bruno se ha cumplido: "Leiva se va a convertir en algo grande. Esto solo es el principio".
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