Opinión
La connivente sumisión de las universidades estadounidenses


Escritora y doctora en estudios culturales
-Actualizado a
Es difícil entender la razón por la cual la mayoría de las universidades de Estados Unidos está reaccionando tan tímidamente a unas condiciones impuestas desde el poder ejecutivo que algunos expertos ya tachan de asalto a derechos fundamentales, tales como la libertad de expresión, la de cátedra, la de reunión y asociación, o la protección de datos del alumnado. “Dejad de doblar la rodilla ante Trump” –se quejaba amargamente David Kirp, profesor emérito de la Universidad de California. Y es que, exceptuando Harvard, a quien la Casa Blanca ha retirado más de 2 mil millones de dólares en subvenciones federales, desatando una respuesta en los tribunales, casi todas las instituciones educativas que están sufriendo medidas draconianas —muchas de ellas pertenecientes al grupo exclusivo de las Ivy League— se han limitado a emitir discretos mensajes, a negociar con Trump, o directamente a gestionar el silencio.
En los pocos meses que lleva de mandato, el republicano ha suspendido miles de millones en financiación pública para estos centros; los ha acusado de facilitar el antisemitismo, forzando políticas de vigilancia sobre cualquier gesto de solidaridad ante la masacre en Gaza; ha decretado la suspensión de visados para estudiantes internacionales; exigido la eliminación de iniciativas a favor de la diversidad; amenazado con revocar su estatus fiscal ventajoso (las universidades no pagan ciertos impuestos), y retirar acreditaciones, entre otras cosas. Recientemente, más de 600 altos cargos universitarios han firmado un comunicado denunciando públicamente la “interferencia política” por parte del Ejecutivo, palabras que suenan casi eufemísticas dentro de una resistencia tan débil como timorata. ¿Por qué? A la reticencia a perder unos fondos cruciales a la hora de conceder becas o financiar investigaciones médicas, se suma un miedo cada vez más ubicuo, y también el hecho de que las universidades ya eran instituciones profundamente desiguales y conservadoras.
A pesar de que el vicepresidente Vance las calificara en su día de “enemigo”, y de que las actuales invectivas apunten a la existencia de grupos “izquierdistas” o “marxistas” concebidos erróneamente como subversivos, dicha terminología hiperbólica no logra ocultar el elitismo de unos centros que hace tiempo dejaron en segundo plano su supuesto papel como garantes de la democracia, para reforzar un funcionamiento parecido al de una gran empresa. Cualquiera que conozca su entramado sabe que, desde las manifestaciones a favor de los derechos civiles, las universidades se han ido progresivamente militarizando con la contratación de su propio aparato policial. En los últimos cuarenta años aproximadamente, los profesores titulares o con empleos conducentes a esa categoría han pasado de representar más del 50% a apenas un 32%. Teniendo en cuenta que una gran mayoría del cuerpo docente vive con contratos precarios, muchas veces sin seguro médico ni plan de jubilación, es comprensible la connivencia con los embistes del Ejecutivo; simplemente, la disidencia se torna complicada entre los más vulnerables.
Ahora bien, tampoco se ha producido —quitando algunas excepciones— una oposición frontal por parte de catedráticos, decanos o rectores, dado el vínculo que los altos puestos (especialmente administrativos) mantienen a menudo con donantes multimillonarios. Una universidad que salvaguarda los intereses de accionistas y magnates varios rara vez actúa como revulsivo de acciones contestatarias; es más, cuando éstas se han desencadenado entre los chavales, como ocurrió con las manifestaciones contra la matanza de palestinos durante la Administración de Biden, dichas acciones suelen reprimirse de inmediato. A eso se debe añadir el carácter fundamentalmente cosmético de parte de los programas de diversidad, lo cual contrasta con la subida estratosférica de los precios de las matrículas en las últimas décadas: nada hay más contrario a la hipotética ideología “woke”, con la que los sectores reaccionarios denominan la agenda DEI (Diversidad, Equidad, Inclusión), que incrementar el coste de los grados y posgrados para que el alumnado menos adinerado sea excluido de las aulas, o salga de ellas con préstamos que tardará años en pagar. Qué ha estado haciendo hasta ahora el profesorado progresista, quien partía de posiciones privilegiadas y podía reivindicar mudanzas significativas a este modelo, es una pregunta que flota en el aire, por más que, ocasionalmente, sus líneas de trabajo hayan servido para cuestionar el racismo u otras formas de discriminación histórica, asesorar a congresistas, azuzar avances en salud o derechos sociales. Al final, la híper-especialización ha generado nichos de conocimiento que lo son también de ignorancia, pasividad social y falta del cuestionamiento del sistema: un caldo de cultivo perfecto para lo que ha sobrevenido después.
Ahora predomina el miedo. El derecho a la protesta pacífica o a la libertad de expresión están siendo restringidos. Sabemos que circulan listas de palabras o sintagmas prohibidos —como “racismo”, “justicia social”, o “género”— que deben evitarse en unos temarios cada vez más mutilados, así como en las solicitudes de becas, actividades complementarias o conferencias, por temor a represalias. La información personal de los estudiantes, hasta hace poco confidencial, puede acabar en manos inapropiadas, y el escrutinio es aún más intenso en los extranjeros, comprometiendo su estatus migratorio. Las voces críticas son pocas, tanto dentro de los campus como en el seno de un partido demócrata aletargado y conformista en su derrota. Es de esperar que, si se continúa permitiendo la deriva orwelliana de los acontecimientos, las universidades acaben por concluir una transformación en curso ya no sólo en centros abrumadoramente jerárquicos y sometidos a los dictámenes de la élite financiera, sino en detractores de facto del pensamiento, máquinas anti-ilustradas de vigilancia y censura, las antípodas de todo lo que un día prometieron ser.
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