Opinión
Militantes disfrazados de juez

Por Joaquín Urias
Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal constitucional
Discrepar de los jueces es algo universal y, seguramente, inevitable. El que pierde en cualquier escaramuza procesal siempre cree que su juez de equivoca. Por eso, los magistrados, como los árbitros de fútbol, están acostumbrados a que la parte perjudicada ponga en tela de juicio su decisión y proteste contra ella. A veces, no obstante, la indignación frente a una decisión judicial obedece a razones de más calado. Últimamente, parte de nuestra judicatura está sistemáticamente dejando de actuar como árbitro neutral. Ha renunciado a su imparcialidad y sus resoluciones causan una indignación que no está relacionada con saber perder o no, sino con que quienes firman como jueces no actúan como tales.
Impera entre nuestros magistrados la convicción de ser una élite moral, superior al resto de la ciudadanía, que les autoriza a dejar de aplicar las leyes que entre todos nos hemos dado y convertirse ellos mismos en la ley. Creen que su visión del mundo es más valiosa y acertada que la del común de la ciudadanía y no tienen reparo en utilizar sus poderes para la acción política. Cuando lo hacen, sus decisiones no provocan coincidencia o discrepancia sino indignación. Por la forma en la que abusan de su posición para determinar la vida política del país conforme a sus propios intereses. Es lo que sucede con el juez instructor del Tribunal Supremo que estos días está poniendo el marcha el procedimiento para, previsiblemente, terminar llevando al banquillo al Fiscal General del Estado.
Visto que los jueces, como cualquier buen jurista, son capaces de utilizar la argumentación jurídica tanto para una cosa como para su contraria, conviene detenerse en explicar por qué, más allá de la apariencia, su decisión no es jurídica sino política.
Ha dictado lo que en la jerga deliberadamente confusa y pretendidamente mágica del derecho se llama ‘auto de procedimiento abreviado’. Se trata de una resolución motivada en la que el juez que ha estado investigando un posible delito dice que ya no necesita investigar más y que está convencido de que los resultados permiten pensar que quizás la persona investigada sea culpable de un delito. Así que propone que sea juzgada. La decisión aún puede ser recurrida, aunque parece poco probable que el Tribunal Supremo corrija al juez. Así que seguramente acabaremos viendo al fiscal García Ortiz sentado en el banquillo de los acusados.
Para juzgar a una persona no hacen falta pruebas concluyentes desde el principio. Eso se valorará en el propio juicio. Sin embargo, sí es necesario que existan indicios razonables y suficientes de que pueda ser culpable. Juzgar a alguien no significa necesariamente condenarlo, pero es una acción lo suficientemente dañina como que no pueda ponerse de modo arbitraria. En este caso el juez sostiene que el fiscal general en persona filtró a la prensa un email que un investigado por defraudar a Hacienda había enviado a la fiscalía para intentar conseguir un acuerdo y una condena reducida. No hay dudas de que, efectivamente ese correo se filtró. Eso, sí el correo era un documento secreto, implicaría que alguien cometió un delito. Este punto es dudoso, porque al fin y al cabo, se trataba de una negociación entre el fiscal y un acusado que en buena lógica debería realizarse con la máxima publicidad. Pero incluso aceptando fuera un documento íntimo o secreto, eso solo demostraría que se cometió un delito. Para abrir juicio el juez tiene que presentar datos que sugieran que quien lo hizo fue el fiscal general del Estado.
El correo electrónico en cuestión pasó por decenas de manos; muchas personas podrían haberlo filtrado; por distintos motivos. El juez, sin embargo, no aporta ningún indicio de que quien lo hizo fuera el máximo fiscal de España. Lo más solido que presenta es, de una parte, el hecho de que cuando supo que lo iban a investigar borró los mensajes de su teléfono. De otra, que pidió el correo filtrado al fiscal que lo llevaba con objeto de redactar una nota de prensa.
Respecto al borrado de whatsapps y cuentas de gmail, resulta que no se ha investigado si otros posibles filtradores hicieron lo mismo. Peor aún, es posible imaginar muchos otros motivos para borrar mensajes telefónicos cuando a uno lo investiga un juez. Sobre todo, el juez Hurtado que es como se llama el instructor en cuestión. Porque resulta que este magistrado, tan diligente para investigar si el fiscal filtró un secreto, no se inmuta por las filtraciones en su propia investigación. Cada vez que la policía judicial a las órdenes del juez Hurtado incauta un dato que pueda perjudicar al gobierno, aunque no tenga ninguna relación con la causa, aparece inmediatamente publicado en prensa. Si yo supiera que el juez Hurtado me va a investigar por algo, aun siendo inocente, correría a borrar todas mis fotos íntimas y mis conversaciones subidas de tono con cualquier amigo si no quisiera verlos al día siguiente en la portada de cualquier periódico. Es razonable pensar que el Fiscal General del Estado, sabiendo que este juez iba a acceder a todas sus comunicaciones de los últimos años, borrara las que por cualquier motivo no quería que se conocieran públicamente.
El otro gran indicio es que cuando el máximo responsable de la fiscalía vio que se publicaban noticias falsas sobre el pacto con el posible defraudador que dañaban el prestigio de su institución quiso conocer el contenido del correo discutido para elaborar una nota de prensa con la que facilitar información veraz. Esa nota era legítima. No está siendo juzgado por ella y no podía hacerse sin tener acceso al documento.
Así que hay explicaciones razonables de por qué borró sus mensajes y por qué pidió el correo. Los supuestos indicios no apuntan de ningún modo a que fuera él el autor de la filtración. Todo es opinable, y cada uno ve las cosas a través de las gafas con las que interpreta el mundo. El juez instructor inició este caso con una película completa ya elaborada en su cabeza y ahora da la impresión de que solo ve aquello que, aunque lejanamente, pueda confirmarla. En cualquier investigación hay siempre datos contradictorios: unos respaldan una explicación y otros otra. Aparecen tanto pruebas e indicios que hacen pensar en la inocencia del investigado como otros que lo hacen parecer culpable. Es tarea del juez discernir cuáles tienen más peso. Pero para hacerlo necesita obligatoriamente abordar el caso con la mente limpia. Si no lo hace, el juez no está buscando la verdad sino apuntalando una teoría previa. En este caso, lo terrible e indignante es que, además, esa teoría responde a unos intereses políticos muy concretos.
Porque resulta que el caso es ligeramente más complicado. El correo filtrado es de la pareja de la auténtica líder de la derecha española. Gracias a que en él confesaba un delito fiscal, parte de la ciudadanía lo ve como un defraudador confeso. Sin este dato, no se entiende el celo con el que los jueces del Tribunal Supremo están intentando revertir el daño al partido que los nombró, acusando de la filtración al propio Presidente del Gobierno.
Por si quedara alguna duda, el auto del juez Hurtado, sin presentar el mínimo indicio, más allá de sus propias ideas políticas, afirma sin duda alguna que la filtración se cometió siguiendo instrucción de la presidencia del gobierno. Es un invento sacado de la nada y que no respalda ningún indicio. Para un militante del partido popular está claro que el culpable de que todos sepamos que la pareja de la presidenta del partido en Madrid posiblemente sea un delincuente es, sin duda, Pedro Sánchez. Que un juez instructor actúe como un militante de un partido político y que el Tribunal Supremo lo respalde significa que no tenemos jueces, sino soldados que libran su batalla política con autos y sentencias.
Estos tipos disfrazados con toga se creen que están dañando a Pedro Sánchez, pero en verdad lo que están es destrozando el sistema entero. El daño a la democracia y a las instituciones empieza a ser difícil de reparar.
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