Opinión
Deja de hacerte pajas y conviértete en un dios


Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Madurar no consiste en matar a Dios, sino en dejar de leer a Nietzsche. Lo digo porque de adolescente, cuando tenía la voz más aguda y pensaba que la profe de Latín me amaba – tremendo subnormal era, espero haber cambiado un poquito –, vivía obsesionado con este señorcito ridículo, misógino y alemán cuyos libros sacaba de la biblioteca del instituto cada recreo y leía en las estériles tardes castellanas mientras mascaba chicle y, bro, me repetía mentalmente que es que era yo literal. Jurao. Jurao que era yo, sí, solo me faltaba el bigotito espeso y estar enamorado sexualmente de mi hermana – busquen, señores, busquen en Google la biografía de este pánfilo y sumérjanse en sus mundos depravados e incestuosos –.
Recuerdo leer el Anticristo, un ensayo cortísimo cuyo título me embrujaba cual ritmo de un buen dembow, pero sobre todo el Así hablo Zaratustra, esa famosa mezquindad intelectual que nunca he sabido en qué género clasificar y cuya descripción de lo que debía ser el Superhombre, un palabro bastante decimonónico de lo que hoy en día definiríamos como un puto nazi narcisista, me gustaba bastante. Con mis quince añitos, claro que sí, estaba en mis plenas facultades mentales para desmembrar una moral consolidada y convertirme en un ser superior al resto de mortales, quienes, pobres, nunca podrían alcanzar el mismo grado de excelencia que yo.
De entre todos los pasajes, me llamaban mucho la atención aquellos que hablaban de superar las debilidades y placeres humanos, especialmente los sexuales, para conseguir esa ansiada apoteosis que me transformara en una especie de divinidad de carne; pobrecito de mí, ahora me compadezco, pensaba que Nietzsche tenía razón cuando decía veladamente que uno podía sacar su mejor versión dejando de follar y hacerse pajas – aunque mi obsesión se encaminaba más hacia lo segundo, pues lo primero, entiendan la edad a la que me refiero, solo existía en mis fantasías más nocturnas –. Ya os podréis imaginar mi sorpresa de estos días al descubrir que hay gente que sigue creyéndose estas mierdas con treinta años.
Bicheaba el otro día a un youtuber, no diré su nombre porque en los periódicos cobramos por hacer publicidad, a quien encuadro dentro de lo que me gusta definir como la Generación de los Reveladitos. Estos figuras se caracterizan por no tener pendiente cumplir precisamente ni veinte, ni treinta ni treinta y cinco años y por haber recorrido un supuesto camino espiritual e intelectual que los ha llevado a abrazar la madurez plena – me despollo –, lo cual los obliga a dejar de hacer un contenido audiovisual para niños, como gameplays o vídeos de humor, para producir en su lugar podcasts donde discuten temas de alto calado intelectual, como si hay vida más allá de nuestra atmósfera o si patearían a un cachorro de perro a cambio de cien mil euros – no es una hipérbole: estoy describiendo el contenido de forma literal –.
El caso es que este orgulloso miembro de la Generación de los Reveladitos, a quien diagnostico una crisis de los treinta del tamaño del ensanche de Barcelona, subió el otro día un vídeo donde explicaba que había dejado de hacerse pajas haría un año y que eso, ojo al dato, lo había convertido en la mejor versión posible de sí mismo – las mierdas que me como para nutrir esta columna; qué mal pagado está el periodismo –.
Este pibe no es ni mucho menos un caso aislado, pues despreciar el sexo se ha convertido en una seña de identidad de los gurús peseteros de Internet que predican que levantándose a las cinco de la mañana y alejándose lo máximo posible del placer podrán encontrar la fórmula secreta del éxito; un ejemplo más, pues no lo considero un discurso aislado, de la deriva misógina del discurso en redes sociales: el problema de fondo son las mujeres, quienes nos seducen con sus pechos atroces y nos impiden hacernos milmillonarios. Abracen el celibato, amigos, y aléjense del vicio, ya sea onanista o con condón.
Ahora en serio, si es que puedo ponerme serio con este asunto, me aterra cómo estos vendedores de alfombras mágicas tratan de hacer tragar serrín a pobres chicos que lo único que en el fondo quieren es una buena vida sexual, pero que ahora no la tendrán porque a ver cómo diablos consigues seducir a otro ser humano después de contarle en la puerta de una discoteca, con ese cigarrito en las manos que casi siempre es el prólogo de un buen beso, que quieres volverte célibe porque necesitas concentrarte en tus importantes negocios de Internet – pagaría por verlo, en verdad –.
Porque, no nos engañemos, toda esta negación del sexo es fruto única y exclusivamente de la carencia de él. Si han hecho caso a lo que dije en el primer párrafo y se han sumergido en alguna biografía de Nietzsche, habrán descubierto que era un empanado social incapaz de aceptar el rechazo de todas esas mujeres de las que se enamoraba platónicamente cada veinte minutos, lo que lo convirtió en un misógino, un amargado y un incel, aunque en aquellos años no estuviera acuñada todavía la palabreja.
O a lo mejor llevan razón. Quizá no soy millonario por pajero. Vete tú a saber.
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