Opinión
Make Aranceles Great Again


Por Julen Bollain
Economista
Érase una vez un señor rubio con corbata larga. Corbata larga, tan larga como su ego. Un hombre que se paseaba por el mundo diciendo que todos le robaban. Decía que China le robaba, que Europa le robaba o que, hasta Canadá, con sus dulces uvas, también le robaba. Todo el mundo le robaba. Y, claro, como buen niño rico enfadado, decidió llevarse el balón y montar una guerra… comercial.
Este señor, de nombre Trump y de apellido también Trump —porque con uno solo no basta—, tuvo una revelación casi divina. Si ponía aranceles todo se arreglaría. Así, de un plumazo, se conseguiría que el acero volviera a Pittsburgh, que los tractores campasen otra vez a sus anchas por Kansas y que las camisetas dejasen de venir de Bangladesh para ser, de una vez por todas, made in USA. Además, de esta forma el mundo entero aprendería una grandísima lección: no se juega con el imperio.
Y así lo hizo. A lo bruto. Que si un 10 % por aquí, que si un 25 % por allá. Y a China, que no se había portado bien, un 54 %. A la Unión Europea le cayó un 20 % por tener los vinos demasiado españoles, los quesos demasiado franceses y los coches demasiado alemanes. Hasta países como Camboya, que bastante tienen con existir, recibieron su dosis de castigo. Trump le llamó “reciprocidad”. Aunque a ojos de todos parecía más bien una rabieta geopolítica.
Pero su delirio llegó a tal punto, que hasta las islas Heard y McDonald (lo sé, no lo habías escuchado en tu vida), deshabitadas, volcánicas y pobladas solo por pingüinos y focas, fueron incluidas en la lista negra de los aranceles. Ni los glaciares se salvan hoy en día del proteccionismo del tío Sam.
Los mercados, inmediatamente, también se tambalearon y las bolsas hicieron zumba. Europa prometió responder, China también y Corea del Sur convoco reuniones de emergencia como si el apocalipsis, en lugar de zombis, trajera facturas de aduana. Mientras tanto, desde su trono de gorras de MAGA, el Emperador Trump celebraba el Día de la liberación como quien celebra el Black Friday. Pero en este caso sin descuentos y con inflación.
Porque, claro, tampoco somos inocentes. Cuando subes los aranceles, nada se abarata. Ni los coches, ni el pan, ni las croquetas. Solo suben los precios y lo sufren las empresas y las familias. Pero a Trump eso le daba igual. Él no vende productos, él vende narrativas. Y esta iba de devolverle la grandeza, la gloria y la riqueza a su país, aunque tuviera que empobrecerlo para lograrlo.
Pero qué va. Las fábricas no volvieron. El déficit no bajó y la deuda siguió subiendo. ¿Y el espectáculo? ¡Ay, el espectáculo! El espectáculo era magnífico. En los mítines se hablaba de enemigos, no de cadenas de suministro. De patriotas, no de familias ahogadas y empresas que cierran. Y eso, en los tiempos que corren, vale más que una balanza de pagos.
Europa, mientras tanto, reaccionó con su clásica mezcla de razón técnica y parálisis emocional. Dijeron que los aranceles eran contraproducentes, que el proteccionismo no funciona y que el multilateralismo estaba en riesgo. Todo cierto, sin duda. Pero todo inútil. Porque en el mundo real, donde se vota en base a emociones y no datos, el discurso pausado pierde por goleada.
Y aquí seguimos. Con una guerra comercial que no entiende de lógica, con una economía global en vilo y con un Emperador Trump que, como todos los villanos de cuento, vuelve cuando menos te lo esperas. Porque, mientras el multilateralismo construyó su castillo sobre arena, ahora ha llegado el huracán con forma de populismo rubio platino. Quizá este cuento no tenga final feliz. O quizá sí. Pero para eso, primero habría que entender que el problema no es solo Trump. Es el sistema que lo hizo posible, lo aplaudió y ahora vuelve a dejarle pasar. Con o sin aranceles.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.