El doctor Madrazo, el pionero de la medicina moderna en España represaliado por el franquismo
La Guerra Civil terminó con él en la cárcel, ciego y anciano, sin fuerzas. Murió poco después.

Enrique Diego-Madrazo fue una figura intelectual de primer orden a principios del siglo XX en España. Médico de profesión, se codeó con las grandes mentes de su tiempo y estaba convencido sobre la bondad de la educación y la enseñanza. La Guerra Civil terminó con él en la cárcel, ciego y anciano, sin fuerzas, para morir poco después.
Fue muchas cosas, Enrique Diego-Madrazo. Dramaturgo, intelectual, convencido de que la educación cambia a los hombres, avanzado, humanista. Muchas cosas, fue, pero es que le decían “doctor”, con ese tono que ponemos a veces en los pueblos, “doctor”, con aire respetuoso, y creo que no hay mejor forma de presentarlo.
Nació, Enrique, en 1850, pleno reinado de Isabel II. Vega de Pas, por cierto, de donde salió María Gómez, años más tarde, para dar leche a los tiernos labios del príncipe Alfonso, el hijo de Isabel. Dicen que ambas confraternizaron, porque era la reina campechana, aunque disoluta en costumbres y gobernares...
Nació, digo, por Nuestra Señora de la Vega. Pasiego, sí. Había, en la plaza, una mesa para tomar decisiones con cagigas en derredor. Había, fuera, prados verdes, cabañas que se desperdigan, morios a lascas que ningún viento puede derribar. Existencia de aldea, de leche y lumbre. Hombres y mujeres emigrantes para buscar futuros. Él lo hizo, aunque cerca. Cruzó La Braguía (pendiente, campanus entre nubes) para luego dejarse caer a Villacarriedo, donde tenían escuela de gran prestigio los Padres Escolapios. Allí iban, dicen, los cachorros que gobiernan Cantabria décadas ha. Allí descubre, nuestro Enrique, vocación futura. Y marcha a otras tierras de color pardo y cielo sin grises, tierras donde no rugen ojáncanos cuando sopla nordeste. Valladolid, primero. Madrid, más tarde. Se doctora en Medicina y Cirugía, luego emprende un viaje por Europa (Francia y Alemania) para conocer las más modernas técnicas en su arte. Trabaja con Pasteur y Claude Bernard, vuelve a España, es el número uno en las oposiciones a Sanidad Militar, obtiene una cátedra en Patología Quirúrgica. En ambos casos lo rechazan inicialmente. ¿Causa? Ideológica. Muy avanzado para la España de entonces.
Cuando finalmente entra en la academia, por Barcelona, ha de enfrentarse a incomprensión y mojigatería. Enseñar cosas a los médicos, verbigracia, sin utilizar cadáveres, porque eso está feísimo. Así que, hastiado, dimite. Vuelve a Cantabria, lo nombran director del Hospital de San Rafael (ese mismo edificio ocupa, hoy, el Parlamento autonómico). Es el año 1893, y atiende nuestro doctor a las víctimas del Machichaco, tragedia de humo y recuerdos que sangró la bahía. Vuelve a chocar con las instituciones. Conservadoras, invidentes. Así que retorna al pueblo, a Vega de Pas, para poner en práctica lo aprendido, lo experimentado, las ideas que trae sobre órganos y cerebros, sobre cuerpos y hombres. A costa de sus propios fondos abrirá un sanatorio allí, en lo más profundo del Pas, en zona aislada donde perviven paisajes del ayer. Es el año 1894.
“El doctor Madrazo es todo para este pueblo de la Vega”. Hablo con J. Javier Gómez Arroyo, historiador pasiego (los dos sentidos de la palabra) que ha escrito sobre él en sus dos volúmenes de Crónicas Pasiegas (ambos publicados por la Editorial Librucos en 2021 y 2023). Curiosamente, me dice, está ahora trabajando en una biografía de nuestro personaje, así que le pillo con la narración bien fresquita. “Ya no es solamente el sanatorio, las escuelas públicas que él también sufraga, su labor médica... Además, fue quien fomentó a Aurelio de la Vega Gómez, ingeniero, para que transformase los molinos harineros en generadores de electricidad por inducción electromagnética, fíjate, y es también Madrazo el promotor de la traída de aguas a Vega de Pas. Y es la persona que más hizo por la introducción de la vaca holandesa en el Pas".
"Madrazo, cuando estudia en Alemania, investiga la calidad organoléptica de los pastos, y se da cuenta de que allí eran idénticos a los del Pas. Junto a sus hermanos Nicanor y Manuel, boticario y licenciado en Derecho y Económicas, respectivamente, traen las vacas holandesas. Primero trajeron suizas, pero no se adecuaban bien, y probaron las otras. Y él, también, comienza a hacer la recría”, dice. Puede parecer anecdótico desde la gran ciudad, pero quien conoce la economía en estos valles percibe que hablamos de un momento trascendente, fundamental. “Antes los enfermos del corazón tomaban leche de burra. Y a raíz de esto que te cuento, lo de Madrazo, los pasiegos viajan fuera y fundan vaquerías de leche, que se compraba en cuartillos o medio litro”. Un cambio económico que aun se puede ver hoy, y que ha permitido, en Cantabria, siglo y pico de doble ocupación, entre las labores del ganado y el laburo fuera de casa, generalmente en industria. Riqueza, por decirlo bien.
“Le debemos todo el progreso del pueblo, todo”, remata. También, si quieren, lo anecdótico. O no. Enrique Diego-Madrazo es quien empuja a los modernos sobaos. Sigue Javier. “El sobao es muy antiguo, porque es un aprovechamiento de las materias primas que sobraban al pasiego... mantequilla, leche, huevos, pero antiguamente se hacía con masa de pan. Y será Madrazo quien recomiende a su cocinera, una abulense llamada Eusebia Hernández Martín, que sustituya la masa de pan por harina blanca, para que fuesen más digestivos”. Estaba orgulloso de su descubrimiento, oigan. “En 1932 le regala sobaos a Manuel Azaña”, dice Javier. Mira, no es como ir con anchoas, pero tiene su aire.
El sanatorio era una casa de dos plantas, consultas y quirófanos. Equipamiento de vanguardia, muchos libros, material moderno, laboratorios. Y, especialmente, todo lo aprendido allí, allende Pirineos, sobre medidas de higiene, asepsia. Tenía jardines y decoración, huía de la imagen lúgubre, casi perniciosa, que tuvieron los hospitales en el Antiguo Régimen, como si fueran mímesis de la misma enfermedad. Él no. Todo cura, todo es. Luego abre otro, idéntica filosofía, en la capital. Dicen que es uno de los más avanzados de España. Dicen que no hace distingos entre ricos y pobres, que tiene trasfondo social, que contribuye al desarrollo.
Racionalismo, en una palabra.
Porque bebe mucho, Madrazo, de la Institución Libre de Enseñanza, eso que nace en Cabuérniga, un valluco montañés, apenas kilómetros desde su Pas. Bebe mucho, digo, sobre la idea de mejorar una sociedad desde la educación de sus miembros, promover la cultura, terminar con las desigualdades, incorporar las técnicas más avanzadas para eso de aprender. Experimentó, Enrique, con ello en libros. Algunos, si se leen hoy, causan pelín de asombro, pero debemos contextualizar. Prueba suerte también con las tablas, por cierto, y hasta compra el Teatro Español de Madrid, poniendo al frente a Benito Pérez Galdós, buen amigo y contertulio. Era malísimo (perdonen, pero era malísimo) como dramaturgo. El pasiego, digo, don Benito tenía su aquel, pero al pasiego no hay quien lo coja, con ese mezclar ficción y pedagogía. Entre lo metafórico y el astracán, a veces.
Lo de las tertulias no es cosa baladí. Que si Galdós, que si Pereda, que si Unamuno, que si Cossío bajando de su Tudanca. Intelectual referente entre intelectuales referentes, nuestro doctor. También hombre político. Republicano en la línea de Manuel Ruíz Zorrilla, hombre fuerte del partido en ocasiones, evolución posterior hasta un socialismo. Posiciones de izquierdas ya ven, las únicas que entiende desde su humanismo profundo. Respeto en la Segunda República.
Ya saben cómo sigue.
Nada más entrar las tropas de Franco... encierran al doctor. Tiene 87 años, está casi ciego, gravemente enfermo. Qué importa. A la prisión de Tabacalera. Consejo de guerra, condena fatal. Más tarde, sentencia 617 del Tribunal de Responsabilidades Políticas, se la conmutan. Privación de libertad, un millón de pesetas como “reparación”.
Ese documento se dicta el 14 de junio de 1944. El buen doctor llevaba dos añucos fallecido.
La sentencia está reproducida (casi) íntegramente en un libro de Esteban Ruíz titulado Crónicas Secretas de la Guerra Civil en Cantabria (Editorial Contenidos, 2025), que es tan vivo como aterrador. Allí se dice que Madrazo fue “exaltado izquierdista durante toda su vida, siendo el primero que propagó aquellas ideas en todo el partido judicial de Villacarriedo (...) manifestando en una de ellas que debían exterminar a las gentes de derechas de la misma forma que se hacía en los prados con la hierba mala. En otra ocasión manifestó que la causa de Franco estaba perdida por razón de que los militares donde ponían las manos todo se pudría por ser estos hijos del alcohol y sifilíticos”. Y luego estaba lo de la foto, claro.
La foto.
Hay, déjenme que cuente... dieciocho personas salen. Igual más en el conjunto, pero dieciséis a la vista. Dicen que es en lo alto de Estacas de Trueba, junto a una cabaña de esas que usan los pasiegos para hacer muda. Seguramente ya bajando hacia Las Machorras, por descripción. Naturaleza feroz, paisaje feroés de cascadas y brezos que crujen cuando los pisas. Allí en la foto, una mesa alargada, y lo que parecen comensales. Está, en el centro, Enrique. Barba blanca de sabio despistado, traje y camisa, sombrero negro. Y un cáliz entre las manos. Al ladito otro sostiene una custodia. Todos sonríen. Se publica en La Nation Espagnole, un jueves, ocho de diciembre, de 1938. El subtítulo explica: L´esprit religieux dans la zone Rouge, le voilá. Fijan la imagen en Vizcaya, porque no importa, realmente, solo se busca hacer daño.
Esa foto.
La usan, ellos (ellos, los malos; ellos, los fascistas; ellos, quienes querían acabar con el progreso) para acusar a al doctor de irrespeto, de sacrílego, de traidor a la insigne religión cierta. Él, que puso capellán en su sanatorio para sosegar en almas lo que curaba en organismos. Él, que siempre fue persona creyente, aunque no eclesial. Él, que mimó las tradiciones y los decires de su valle. Le prenden, le acusan, le hablan sobre esa tarde en Trueba. Y Madrazo, valiente y viejo, rendido al que no rindieron, reconoce. Es la declaración de Enrique Diego-Madrazo y Azcona en la causa general 0016 N.3,027.699 14, con fecha 27 de diciembre de 1937. Que comió a la sombra de una cabaña, al aire libre. Que se bebió entonces en los cálices que sacaron los oficiales rojos. Que siempre ha respetado todas las religiones y sostenido un sacerdote para el servicio de culto en su hospital. Nadie atiende. Condena. Aquel anciano dará con sus huesos en la cárcel.
Sostiene Javier Gómez que estaba, de aquellas, casi totalmente ciego el doctor. Que igual ni supo bien lo que pusieron entre sus manos, que siempre fue digno y decente, que no le gustaban los odios. Sostiene, también, que al principio de la guerra salvó, con palabras, acciones y recomendación, a unos cuantos vecinos apresados por el Frente Popular. Que los tenía el temible Neila en su recámara, que no hay futuro allí, que salen gracias a Madrazo. Quizá por eso, o quizá por tantas décadas de prohombre, algunos en el Pas recogieron firmas para pedir que perdonasen a Enrique. Y se las llevaron a las autoridades. Y las autoridades, despectivas, respondieron con una sentencia que asusta aun hoy: eso son firmas de niños, no nos valen.
(Hizo alguna cosa, también, Azorín, quien mandó carta a Franco pidiendo que se canjease al doctor Madrazo por Ricardo León, refugiado en la embajada de Cuba, por Madrid. Nunca recibió respuesta. Tendríamos que hablar, a ratucos, de Azorín durante la guerra... pero será otro día).
Así que el hombre enfermo, el anciano de casi noventa años, el invidente que solo tenía recuerdos, pensares y dolor, entra en un presidio. Un presidio lleno, un presidio superpoblado, un presidio de hambre, miseria y peste. Muros dentro de muros que son el país. Allí yace.
“Quien saca a Madrazo es Antonio del Campo de Armijo, padre de la poeta Marisa del Campo. Era capitán militar y le sacó... sin más, no hay expediente, se lo llevó por el artículo 33. Entre otras cosas porque era tío en grado segundo de su mujer. Fue ya en 1942, a principios de año. Queda, después, en su domicilio de la santanderina calle Castelar”, sigue Javier. Una especie de arresto domiciliario, sugiero. “Una especie de arresto domiciliario”, asiente.
Muere unos meses después, Enrique Diego-Madrazo. Noviembre, 1942. Muere, si quieren lo paradójico, en brazos de Ángel Herrera Oria. Sí, un sacerdote, hermano de su ayudante en el sanatorio. El mismo Herrera Oria que oficia su entierro, a quien nombran obispo un lustro después, cardenal en los años sesenta. Pasó, así, un reformista, un doctor, alguien que quiso mejorar la vida de sus congéneres.
Pasó un hombre bueno a quien odiaron los hombres malos.
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