Opinión
Adolescencia


Por Marta Nebot
Periodista
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la adolescencia va desde los diez hasta los 19 años. Según eso y las pirámides poblacionales oficiales, en España hay cerca de cinco millones de adolescentes y, por lo tanto, varios millones más de progenitores preguntándose cómo ayudarles en ese proceso, cómo educarlos/acompañarlos/ponerles límites/quererlos bien −o, al menos, no mal del todo− con lo que ha cambiado el cuento.
Y es que el cuento ha cambiado tanto...
Una miniserie británica de ficción, basada en hechos reales, lo está contando. Se titula como este artículo. Cada capítulo está rodado en un solo plano secuencia, pero más allá de su proeza técnica, lo reseñable es que retrata el salto generacional brutal que se está produciendo. Y, no es que entre generación y generación no haya habido siempre distancias difíciles, es que esta vez son imprescindibles puentes de la más avanzada ingeniería social para no perder del todo el contacto ante el precipicio ya detectado.
Y es que el cuento ha cambiado tanto...
Antes el peligro para los adolescentes estaba en la calle, ahora resulta que su habitación puede ser más peligrosa que el callejón más oscuro de madrugada; y su teléfono, la calle más tenebrosa, siempre a mano y con adicciones personalizadas.
Estar en las redes es como estar en la puta calle con el lumpen más peliagudo, al alcance de delincuentes y publicistas, de vicios y viciosos, de manipuladores profesionales y mecanismos especializados en robar más que dinero (ladrones de voluntad y de tiempo; asesinos de neuronas, potenciales y futuros). Y todos salimos ahí desarmados, sin escudos, sin precauciones, en pijama y babuchas, sin cronómetros que controlen el tiempo de exposición a tantos venenos y sin miedo porque estamos en casa. Y, sin dejar de hacerlo, cayendo en algunas de sus muchas trampas, desde lo más mullido del hogar, nos preguntamos cómo evitar que ellos también se pongan a la intemperie con la piel todavía más fina.
Porque en ese espacio sideral sin ley se generan códigos y lenguas que los adultos no hablamos, mafias y sectas propias, locuras colectivas al calor de una salud mental tan enferma como descuidada.
Y es que el cuento ha cambiado tanto...
Antes tu madre podía mirarte a los ojos para descubrir si habías consumido alguna droga y podía pelear porque los que las venden no se acercaran a ningún colegio. Ahora todos tienen los ojos rojos de tanta pantalla, ahora Facebook y otras redes sociales han publicado en documentos internos, que se han filtrado, que saben que sus algoritmos generan adicciones particularmente perjudiciales para los menores, pero nadie se atreve a ponerles coto por ser lo que son: una novedosa y poderosa droga administrada a todas horas en los nuevos patios de colegio.
La adolescencia, por definición, es un proceso de ruptura con lo anterior que les vuelve aún más gregarios. La identidad muchas veces se construye por oposición: no sabemos qué somos, pero sí lo que no, no sabemos qué queremos, pero sí lo que detestamos. Se deja de ser niño, tomando el timón y para eso hay que apartar a quién lo estaba llevando y puede ser un cambio de turno negociado, un aprendizaje, un poco a poco o no tanto: puede ser una rebelión.
El comienzo del consumo de drogas, incluido el alcohol, siempre tuvo que ver con la rebeldía. Ahora la nueva droga es peor porque parece inocua.
Y es que el cuento ha cambiado tanto...
Ya no nos atrevemos a admitir que educar implica manipulación. Por supuesto, el control total sobre lo que influye en una mente, en una persona, no es posible ni defendible; pero tenemos que asumir que educar también es domesticar al animal que somos, es amaestrar para la vida en comunidad, hacer proselitismo por la convivencia y por el ser humano. Y tenemos que hacerlo, igual que obligamos al bebé a aprender a usar la cuchara o la escupidera o a no pegar, aunque no quiera. Dejar de hacerlo es maleducar, es educar en el mal sentido. Deberíamos desacomplejarnos por esto. La libertad, sin límites, ahora y siempre, deja de serlo.
La serie mencionada desnuda las dificultades que tenemos los hijos de padres más o menos autoritarios para marcar límites en esta etapa. No queremos gritar, levantar la mano, prohibir y, en los peores casos, dejamos que nuestros hijos lo hagan con nosotros; nos volvemos a poner el traje de víctimas que nos enseñaron a llevar tan pronto. Decir que no, provocar que nos odien a ratos, puede ser la mejor manera de quererlos, aunque ¡qué difícil es lograr el equilibrio en todo esto!
Y es que el cuento ha cambiado tanto...
Nuestros padres podían controlar más las influencias. Era tan sencillo como elegir el colegio −y pagarlo quien pudiera− y los amigos. Nuestros padres no nos dejaban ir a cualquier iglesia, ni con cualquier grupito. Ahora la mayoría pasa muchas horas a solas con telepredicadores que dicen hablar solo de juegos y con pandillas que desconocemos.
Y es que el cuento ha cambiado tanto... que está pidiendo a gritos un giro.
Mientras llegan las leyes que reaccionen a la locura en la que se está convirtiendo internet para nuestros adolescentes, ese parque de atracciones malignas donde pasan mucho tiempo diario nuestros medio niños, mientras nos convencemos de que hay que poner puertas a ese campo igual que hay que ponerlas al mercado porque su autorregulación es mentira y su libre albedrío nos está devorando, tendremos que ponernos firmes, tendremos que salir de la corriente para intentar sacarlos a ellos del agua, tendremos que hacer de adultos aunque nos duela, aunque, por historia, tengamos más ganas de hacer de poli bueno.
Según la OMS, la adolescencia es el periodo de crecimiento que va desde la niñez hasta hacerse adulto. En principio es un proceso de nueve años concentrado, violento, peligroso y más en estos tiempos. Siempre se ha perdido mucha gente en ese tránsito.
Ahora algunos mayores también nos haremos adultos. Con un poco de suerte y mucho esfuerzo lo haremos del todo para intentar salvar a nuestros hijos −y de paso a nosotros mismos− de los nuevos peligros tan peligrosos.
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