Opinión
Balance de daños: a dónde nos ha traído el populismo reaccionario


Investigador científico, Incipit-CSIC
Las malas noticias no paran de acumularse. Es inevitable la sensación de vértigo, pensar que todo se derrumba demasiado rápido. En estas circunstancias resulta imprescindible mantener la cabeza fría y realizar balance de daños. ¿Hasta qué punto se ha degradado ya la democracia? ¿En qué se parece lo que estamos viviendo a la destrucción masiva de derechos y libertades que sufrió Occidente hace un siglo? ¿En qué difiere?
Es evidente que al autoritarismo ha vuelto a convertirse en una opción legítima. Lo que hace pocos años parecía inconcebible -que unos payasos histriónicos desmontaran el estado de derecho en democracias consolidadas- hoy es una realidad. El caso de EEUU demuestra lo fácil que es hacerlo y lo rápido que se puede radicalizar el populismo. Por eso no se le debe dar la más mínima oportunidad.
El autoritarismo crece en el contexto de una crisis de legitimidad de la democracia, que no es tan distinta a la de hace un siglo. En este caso viene alimentada por la incapacidad (o falta de voluntad) de los regímenes liberales de lidiar con las crisis múltiples del capitalismo (de naturaleza social, económica y ecológica). Si no nos enfrentamos en serio a ellas, el populismo reaccionario seguirá en auge.
La pérdida de fe en la democracia es parte de una pérdida de confianza social más generalizada y que afecta de forma especialmente grave al conocimiento experto: se pone en tela de juicio la ciencia y la educación formal. Negacionistas y lunáticos reciben tanta cobertura mediática como científicos y profesores –o más. Este rechazo radical de la razón encuentra su eco en la Europa de entreguerras.
Al mismo tiempo existe una confianza absoluta en la tecnología -la razón instrumental. Aunque la tecnofilia caracterizó también los regímenes fascistas, ahora nos enfrentamos a nuevos retos. Por un lado, la amenaza a la democracia ya no proviene solo de líderes políticos mesiánicos, como en los años 30, sino de propietarios de grandes empresas tecnológicas. Al contrario que otras amenazas, para esta resulta difícil encontrar analogía en el pasado. Y es normal: porque la revolución de las tecnologías de la información comenzó en los años 70.
Como plataformas de difusión de bulos e incitación al odio, las tecnologías de la información son un peligro para la democracia, mayor desde que sus propietarios se han alineado explícitamente con la ultraderecha. Si no contamos con experiencia histórica para las redes sociales, sí la tenemos, en cambio, para el uso de la mentira como arma política. Si bien el fascismo no dudó en recurrir a los bulos en su carrera por el poder, lo cierto es que nunca dispuso de medios tan eficaces.
El 'lawfare', la guerra legal, es otra innovación de nuestros tiempos. Para aniquilar al rival político ya no hace falta asesinarlo. De hecho, resulta mucho más efectivo hundir su carrera en los juzgados. El 'lawfare' es novedoso, pero no que una judicatura mayoritariamente conservadora se ponga al servicio de la extrema derecha. Los jueces colaboraron activamente con los regímenes fascistas, sin serlo ellos necesariamente. Por eso, promover la diversidad ideológica entre quienes imparten justicia es clave para defender la democracia.
La guerra legal afecta tanto a políticos progresistas como a ciudadanos ordinarios. Es raro el día que no nos encontramos en los medios con una querella interpuesta por grupos de ultraderecha. Los camisas pardas de hoy no son veteranos que dan palizas a sindicalistas y obreros, sino abogados que le hunden la vida a activistas, artistas, profesores o cómicos. La libertad de expresión se encuentra en estado de sitio.
Que los paramilitares ya no resulten imprescindibles no significa que no existan. Mientras que en EEUU las milicias siempre han estado ahí, en España son novedad: aquí las llamamos empresas de desokupación, pero si cambiamos okupa por judío queda más claro a qué se dedican. La normalización del escuadrismo.
Los okupas son, por supuesto, un chivo expiatorio de la extrema derecha, cuya política se basa, hoy como hace un siglo, en la demonización de minorías. En el siglo XXI los chivos expiatorios son fundamentalmente inmigrantes y los planes que se les reservan no difieren mucho de los de antaño: deportación, campos de internamiento y privación de derechos.
Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado se han radicalizado. En España, el 47% de policías y militares votan a partidos de extrema derecha. Un 30% a la derecha tradicional. En el fascismo clásico, la radicalización de las fuerzas armadas y policiales allanó el camino al totalitarismo. En el caso de España, el viraje del sector es más claro hoy que en los años 30.
En el ámbito económico encontramos tanto elementos novedosos como familiares. Es familiar la aplicación de políticas antieconómicas por motivos ideológicos: los aranceles de Trump y la expulsión masiva de inmigrantes es más que probable que dañen la economía estadounidense. Es novedosa la total ausencia de discurso social. La nueva ultraderecha se ceba sin piedad en los desfavorecidos.
El darwinismo social es, de hecho, la lógica dominante. Lo era con el fascismo, donde era de carácter eminentemente racial. Ahora las víctimas incluyen capas más amplias de la población: ni la identidad nacional ni la raza garantizan ya la supervivencia. Con la aniquilación de las medidas sociales de protección, del grupo de los elegidos sobrevivirá quien pueda permitírselo.
En Ucrania y Gaza hemos aprendido que el imperialismo, el genocidio y la limpieza étnica vuelven a ser aceptables. Al derecho internacional humanitario, que nunca ha sido boyante, lo está reemplazando definitivamente la ley del más fuerte. El riesgo de que proliferen las guerras de expansión y exterminio no dejará de crecer, porque la agresión compensa.
El machismo, el racismo y la homofobia vuelven a naturalizarse en el discurso público y especialmente entre los jóvenes. Los conceptos de masculinidad y feminidad del populismo reaccionario no son muy distintos a los que defendía la ultraderecha de entreguerras. Cambia la forma en que se expresan odios e identidades, más que el contenido en sí.
Todo lo señalado hasta aquí tiene mucho que ver con una quiebra moral generalizada. Decía Hannah Arendt que con el fascismo la crítica a la hipocresía moral de los burgueses, lejos de llevar a una nueva ética, condujo al rechazo de toda norma moral. Hoy ese rechazo se expresa en forma de lo que Mauro Entrialgo llama “malismo”. Mostrarse soez, agresivo con los débiles, egoísta o cruel da puntos. La virtud es de perdedores.
Finalmente, como hace un siglo, el conservadurismo ha perdido el rumbo y apoya a la extrema derecha, bien de forma entusiasta (como en EEUU), bien como mal menor (caso de muchos países europeos). Una cosa está clara: será difícil poner freno al populismo reaccionario mientras los conservadores no colaboren. Y cuanto más tarden en colaborar, más cerca estaremos de llegar a un punto de no retorno de la democracia.
¿Qué futuro nos espera? La historia no está escrita y el pasado no ofrece todas las claves. En todo caso, algunas advertencias. Sí podemos imaginar que las políticas populistas perjudicarán a los ciudadanos, especialmente a los más desfavorecidos, lo cual pondrá en riesgo la capacidad de los líderes reaccionarios de mantenerse en el poder. Ante la eventualidad de perderlo, es más que probable que intensifiquen la persecución de los chivos expiatorios, incrementen la violencia hacia el exterior, recurran más frecuentemente al 'lawfare', difundan más bulos y debiliten los contrapesos democráticos.
Una cosa está clara: hoy, como hace un siglo, la mejor forma de evitar la destrucción de la democracia es impedir que la ultraderecha llegue al poder. Y para eso recordar la historia del fascismo está bien, pero las políticas eficaces, progresistas y radicalmente democráticas están mejor.
Es evidente que estamos ya en un mundo distinto al de hace una o dos décadas.
El autoritarismo ya no es algo exclusivo de estados parias o exóticos. Ningún país está a salvo de la tentación autoritaria y los líderes carismáticos que se sitúan por encima de la ley.
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