Opinión
Por qué no follo


Por Israel Merino
Reportero y columnista en Cultura, Política, Nacional y Opinión.
Franki Prats perdió la virginidad tras untarse acondicionador en la polla y conseguir que su perra, una rubísima labrador a la que su padre adoraba, se la chupara. Es cierto que había estado a punto de follar con la Montse en una autocaravana y que incluso lamió a hurtadillas el pis de la hermana de su mejor amigo, pero ninguna de estas dos experiencias puede contarse como un primer polvo porque, vaya, con ninguna alcanzó ni remotamente la ansiada petite mort: no consiguió correrse, mi pobrecito.
El nene Franki, lo intuirás, no es una persona real, sino el protagonista de Dick o la tristeza del sexo, la última novela de uno de mis ídolos vivos, el barcelonés Kiko Amat. Este libro, que me está quitando el sueño a la par que inspirando – pero para escribir columnas, no te pienses otras cosas raras –, describe en su prota una característica que, aunque comparada con las cosas que he contado en el anterior párrafo, puede leerse como poco más que peccata minuta, se vuelve horripilante si se mira desde el prisma de la realidad: el cabrón hace listas con sus compañeras de clase y las ordena de más a menos follables (sic); entiende a las chicas como objetos más o menos accesibles, elevándolas al estatus de golfis de oro o rebajándolas a pérfidas bandejas vacías de contramuslos de pollo; junto a su amiguito y vecino – el hermano de la del pis –, se dedica a fantasear con ellas y convertirlas en meros labios vaginales a los que un dios semibondadoso ha moldeado un cuerpo alrededor: si es bonito, se le permite todo; si es feo, se la rechaza sin compasión.
Esto me recuerda mucho a lo que ha pasado estos días en paralelos diferentes con Inés Hernand y Bianca Censori, la mujer de Kanye West. Mientras la primera era brutalmente criticada y menospreciada en redes por sacarse las tetas en una fiesta privada tras el Benidorm Fest, a la segunda la aclamaban cual ídolo bíblico tras presentarse con su marido en la alfombra roja de los Grammy, quitarse un larguísimo – y precioso – abrigo negro y mostrar en forma de desnudo integral su cuerpo. ¿La diferencia en el trato hacia una y la otra? Pues que la opinión pajera considera que la segunda está buenísima, pero la primera no – recuerda, compita mía, que tus actos serán juzgados teniendo en cuenta hasta qué altura eres capaz de entiesar mi polla apoteósica –.
El caso, y este es el tema real de esta columna, es que toda esta desvergüenza con las tetas de la una y la otra, y los insultos y halagos hacia la una y la otra, ha coincidido en el tiempo con la publicación de un estudio universitario yanki donde se afirma que los chavales de hoy en día, y uso “chavales” esgrimiendo un brutal masculino, tienen – tenemos – menos relaciones sexuales que nuestros abuelos. El estudio ronda la idea de que las redes sociales y los nuevos canales de comunicación pueden afectar al coqueteo y la posterior seducción, sin embargo, que no hagan más que germinar incels heterosexuales en esta tierra del Señor al mismo tiempo que las personas LGTBIQ+ avanzan en su revolución sexual me parece cuanto menos curioso. ¿Por qué unos sí y otros no?
Mi teoría es que las redes tienen mucho que ver, claro, pero no por cómo se relacionan los chavales con las chavalas, sino más bien los propios chavales con otros chavales. Mientras que nuestro degenerado amigo Frank Prats, cuya historia se sitúa en los ochenta, debe guardar el secreto de sus filias y, aquí está la clave de todo, de su profundísima misoginia, hoy en día hay montado todo un ecosistema online donde los hombres enfermos pueden presumir con alegría y anonimato de despreciar a las mujeres y reducirlas a vaginas en lata; mientras el prota de Dick o la tristeza del sexo solo tiene un amigo con el que compartir muy en secreto algunas – que no todas – de sus perversiones, hoy se premia y se celebra que un incel guarro compare en público y vomitivamente el cuerpo de dos mujeres o se ponga a juzgar si una piba cualquiera con una red social abierta, pongamos que una enfermera de Lanzarote, tiene más relaciones sexuales de las que él considera correctas – body count, se llama esta movida –.
Los hombres casposos, que no son todos – y estoy profundísimamente convencido de ello no porque quiera esgrimir un not all men, sino un I like humans –, se retroalimentan como ciempiés humanos y se refugian en sus propias fortalezas online mientras claman porque no son capaces de follar. ¿Qué nos habrá pasado, muchachos? En fin, me pondré el torneo de peleas organizado por Jordi Wild en el que sale el Xokas vestido de romano, seguro que ahí encuentro alguna revelación maravillosa – me apuesto el caché de esta columna a que no contáis más de diez mujeres entre el público del evento –.
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